1873
Florián y Yussuf.
Las carretas avanzaban en la oscuridad. Los
hombres, apiñados en su interior, soportaban el paso lerdo de las horas.
Habían partido una madrugada desde la
localidad de Azul, un poblado que, cuarenta años antes, se había erigido como
fortaleza en la línea de la frontera.
Aquel invierno de 1873 era especialmente frío. Dentro de las carretas, los hombres se apretaban intentando resistir las incomodidades del largo viaje. Conocían su propósito, y estaban dispuestos a cumplirlo sin importar el costo.
Iniciaron la marcha orillando el arroyo
Tapalqué, con dirección a Carhué, la última posta real antes del abismo.
El paisaje nocturno era desolador. La luz
de un farol iluminaba las huellas de las carretas y los arreos que guiaban su
trayecto. Frente a sus ojos se abrían las puertas de la inmensidad del desierto
pampeano: lagunas salobres, pastizales bajos y espinillos.
El arroyo los orientaba con precisión hacia
el suroeste. Era, para ellos, una ruta segura: les daba agua, pasto para los
caballos y una referencia visual para mantener la calma.
Allá arriba, también los guiaban las
constelaciones. El cielo nocturno siempre los acompañaba.
Marchaban al sur. Neyhén era la última
localidad situada en el límite con el territorio araucano. Formaba parte de la
antigua línea de fortines del oeste: Azul, Olavarría, Guaminí y Trenque
Lauquen, cada uno como un clavo en el borde del mapa. Más allá, se hallaban las
tierras no pacificadas, el viento y el hambre del sur.
Debían llegar a toda prisa, para conjurar
la iniquidad que se abatía sobre ella.
Sentado en el pescante se encontraba
Florián Aguirre, un hombre proveniente del viejo mundo, quien —marcado por un
destino singular— había puesto sus pies en este suelo y fundado una de las
primeras comunidades agrícola-ganaderas del país.
Azul era una tierra que parecía obedecer:
campos verdes, ganado pastando, mujeres caminando al mercado con canastas
llenas. Pero más allá del arroyo Tapalqué, que bordeaba el pueblo llevando sus
aguas de este a oeste, la pampa se abría como una herida seca. Allí terminaban
las chacras y empezaban los relatos. Allí comenzaban los laberínticos senderos
del sur.
Florián era un hombre barbado y enorme,
ejercitado en la lucha permanente, perdido en la vastedad de una tierra hostil.
No recordaba bien sus orígenes; de su niñez solo quedaba la vaga memoria de la
voz de su madre y un interminable deambular por ciudades cuyo nombre ignoraba.
De su adolescencia: el furor bravío de los combates, y los duros entrenamientos
a los que asistió durante los años en que sirvió como soldado en el regimiento
de Murcia, donde llegó a ascender al rango de coronel.
Sus manos, encallecidas por el peso de las
armas, se aferraban con firmeza a los tientos. Su mente, al destino final.
Tras un día de andar por la orilla del
arroyo, las carretas llegaron a la estancia San Miguel, el lugar preciso para
realizar el cruce y continuar hacia el suroeste, rumbo a tierras más abiertas.
Yussuf Zahid se hallaba en el pescante de
la otra carreta. Era un hombre llegado del sur de España, quien se había
refugiado en el fin del mundo bajo el nombre de José Sanz. En Azul era conocido
por su trabajo en la comercialización de cueros. Yussuf viajaba acompañado de
otros cuatro europeos.
Al clarear el día, frente al arroyo,
bajaron la carga y se dispusieron a atravesar el agua gélida. Los hombres
elevaron sus brazos cargando los bultos, y como una fila de hormigas —con el
agua hasta el pecho— llegaron pesadamente hasta la otra orilla.
Los seguían las carretas, tiradas por
percherones que, como inmensas moles de granito, marchaban insensibles a las
horas de expedición.
A partir de allí comenzó su trayecto hacia
las zonas más despobladas, donde solo se hallaban, dispersas, algunas estancias
fortificadas y postas de carretas.
Después, solo quedaban por andar las noches
frías bajo las estrellas, la pampa ondulada con viento constante y cielos
inmensos.
Las carretas se balanceaban como si
intentaran acunar el desvelo de aquellos bárbaros perdidos en la soledad.
En algunos tramos los cascos levantaban
polvareda; por momentos, Florián y Yussuf tenían dificultades para respirar, y
la irritación en los ojos les nublaba la vista.
Los hombres recitaban extrañas oraciones,
preparando el alma para abordar la misión que los aguardaba.
Cada tanto, las carretas se detenían, y los
hombres se turnaban en el pescante.
Por momentos, Florián cerraba los ojos y
escuchaba la melodía de un xilófono, tan clara y cercana que podía cantar sus
notas: Anael… Anael…
"Vaar’thuun am’shar, zhaan’thuun’kaar
Varesh", parecía susurrar una voz en la oscuridad.
La pesadilla había comenzado otra vez, en
este confín remoto.

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